“Tú no sabes lo que pasaba en esa época”.
Con esa frase en tono de condescendiente reproche se ponía punto final a las discusiones sobre el golpe de Estado en la casa de Bernardita. Obvio que no sabía, para esa época era una niña pequeña.
Creció al alero de una dictadura aceptada con una mezcla de beneplácito y agradecimiento, donde le explicaron quiénes eran los buenos –“nosotros”- y los malos –“ellos”-, escuchando historias de las colas para comprar comida durante la UP, del caos desatado por los comunistas, de la inseguridad, las expropiaciones, la escasez y el Plan Z, todas cosas de las que se habían salvado gracias al “pronunciamiento militar” y su héroe principal, Augusto Pinochet. Iba a colegios y lugares donde pensaban lo mismo, se juntaba con gente también creía eso, estudiaba en un colegio privado y vivía en un sector de la ciudad bonito y ordenado. ¿Cómo no iba a ser cierto, si era lo que vivía?
“¿Y sabes lo que pasó? Pues que me convertí en la oveja negra de la familia. Cuando entré a la universidad -en los 80- y a pesar de las advertencias de que me iban a tratar de lavar el cerebro -y a las que yo respondía con total seguridad que ‘tengo muy claro lo que pienso’-, me encontré con una realidad diametralmente distinta de la que yo conocía y que yo pensaba era LA verdad. A lo mejor tuvo que ver con que entré a la Chile, no sé si en otra parte habría tenido remezón como el que ahí tuve. El asunto es que empecé a contrastar lo que yo había conocido y sostenido como una realidad irrefutable durante años, con lo que ahora veía y escuchaba. Y escuché la palabra vedada: dictadura”, relata Bernardita, psicóloga, 56 años.
“Ni te imaginas lo que me costó pronunciarla. ¡Años! Y escuché también ‘tortura’, ‘detenidos desaparecidos’, ‘exiliados’, ‘exterminio’, ‘genocidio’, que quizás fue la palabra más impactante. Entonces empecé a levantar el tema en mi casa. Ni te explico. Ahí es cuando me decían que yo no sabía lo que había pasado para que se llegara al golpe. Y entonces yo les preguntaba si eso justificaba que mataran y desaparecieran a tanta gente por el solo hecho de pensar diferente, cuando a mí lo que me habían enseñado era a respectar a los demás y que un mandamiento básico era: no matarás. Fin del diálogo”.
“El asunto es que ahora sí sé lo que pasó. No fueron mentiras las que yo oí en la universidad. Cada día aparece más información y cada vez es más escalofriante: la intervención de la CIA, los reportes de violaciones a los derechos humanos, las atrocidades, todas las movidas para que el gobierno de Allende no llegara a término. Claro, muchas veces sus propios aliados de gobierno le hicieron un flaco favor, los ánimos estaban caldeados, pero de ahí a que el golpe de estado fuera inevitable y la única solución, la verdad es que no lo creo”, concluye Bernardita.
Algo parecido le pasó a Paula, profesora, 55 años. “Ahora tengo hijos, usan barba, el pelo largo. Pienso que si a ellos les hubiera tocado vivir en esa época capaz que los hubieran agarrado, encarcelado, quizás torturado, solo por no concordar con el patrón estético que se suponía correcto. Porque no es como que les fueran a preguntar si eran o no de izquierda”, comenta.
“No preguntaban, actuaban. Y se sentían poderosos. Lo sé, porque en esa época mis amigos eran fanáticos seguidores de Pinochet. Yo misma fui con entusiasmo a las marchas del Sí, me creí el cuento completo, el ‘vamos bien mañana mejor’, o ‘en orden y paz Chile avanza’, ‘los señores políticos’ y ‘el cáncer marxista’, todos esos slogans que muchos nos tragamos sin chistar. Nunca supe el trasfondo, las muertes, las torturas, las desapariciones. Que te puedan matar solo por pensar distinto es una aberración. Con lo humanista que soy, el respeto que tengo por la vida, ¡me habría dado un ataque! De haber sabido nunca lo habría apoyado”, agrega.
Carlos, médico, 75 años, reconoce que sintió algo de alivio cuando se produjo el golpe. Tenía hijos chicos y el desabastecimiento lo abrumaba, el crispamiento en el ambiente. Su entonces esposa salía a tocar cacerolas para protestar por la falta de alimentos, así cuando el 12 de septiembre aparecieron llenos los supermercados no pudo más que sonreír. Pero eso duró poco.
«Por mi trabajo en un hospital público no podía dejar de enterarme de lo que estaba pasando. Los heridos, los muertos. Trabajábamos a mil por hora, a veces llegaban los militares y era todo muy tenso. A poco andar me di cuenta de cómo se venía la mano, pero nunca pensé que duraría tanto».
Nelson, ingeniero, 58 años, era chico para el golpe y su familia le inculcó el apoyo al golpe de Estado. Su cuestionamiento también ocurrió después de salir del colegio.
“Lo que a mí no me cuadraba era la contrapropaganda que me hacían en la casa y mis amigos pinochetistas, que me decían que ahora era comunista, que me juntaba con puros izquierdosos y si me iba a dedicar a poner bombas. Una simplificación bien burda. Yo, como buen matemático, me atuve a la lógica. Fue bien decepcionante, porque, si yo era capaz de reconocer esas cosas que pasaron, ¿por qué ellos no? ¿Por qué relativizarlas? ¿Por qué escudarse en la cantinela de que al golpe le debemos el crecimiento económico, que además no es cierto, como se ha ido comprobando? ¿Por qué para ellos era más valioso el crecimiento económico que los costos en vidas? ¿Por qué creer que éramos libres cuando no teníamos libertad ni para algo tan mínimo como salir en la noche porque había toque de queda?”, reflexiona.
“Pero además de eso, ¿qué nos dejó la dictadura? Un neoliberalismo brutal, la instauración del ‘sálvate tú’, de la desconfianza, de la desigualdad, del miedo, de la censura, del acaparamiento. Sinceramente, no creo que nos hubiésemos quedado estancados en el tercer mundo. A lo mejor nos habríamos demorado más en salir, pero lo habríamos hecho con dignidad y no a costa de los otros”, remata.