La crisis silenciosa del Estado y el despertar del populismo chileno, es una nota que no hubiera querido escribir. Sin embargo, es a la vez una realidad que no podemos callar. Hacerlo, nos arrastrará como país a un camino ya recorrido el siglo pasado, que causó lacerantes heridas que aún no cierran.
En Chile, el derrumbe de la confianza pública hacia las instituciones es ya un hecho indiscutible. Según una encuesta de la Universidad Central de Chile, el 66,8 % de los ciudadanos considera que el país atraviesa una “crisis institucional”.
Además, un análisis del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social revela que Chile está entre los países con menor confianza social en el mundo: sólo un 12,4 % afirma que se puede confiar en otros.
Esto no es mera estadística. Lo vemos en el descrédito de los partidos, el abandono de la política tradicional y la deslegitimación de los tribunales, el Parlamento, las FFAA y la Iglesia. Aparece, entonces, el espacio fértil para otro fenómeno: el populismo. Como lo describe el sociólogo Juan Pardo, “a casi 100 días de la elección presidencial, Chile enfrenta un enfrentamiento entre candidatos que generan inestabilidad porque alimentan el miedo o la revuelta”.
El debilitamiento institucional abre una doble vía: por un lado, aparece la promesa de “romper con todo” que encarnan figuras como Franco Parisi o Marco Enríquez‑Ominami (“ME-O”), quienes capitalizan el rechazo al sistema tradicional.
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Por otro lado, se intensifica la polarización de la derecha radical, que apela al “orden” usando un discurso que denuncia la inmigración, las licencias médicas fraudulentas, y amenaza a una estructura estatal supuestamente indolente hacia la seguridad ciudadana.
La tragedia es que ambas dinámicas —populismo y polarización— se alimentan de lo mismo: la corrosión del Estado de derecho. Sin instituciones que sean percibidas como legítimas y eficaces, crece la tentación de atajos autoritarios o soluciones de fuerza. Como advierte el análisis de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), en Chile el 62 % de la población identifica la criminalidad como uno de los principales problemas nacionales, junto a la inflación (42 %) e inmigración (36 %).
El resultado es un círculo pernicioso: instituciones débiles que generan miedo, que alimentan discursos extremos, que profundizan la fragmentación social. ¿Cómo romper esta espiral? Primero, reconstruir institucionalidad: tribunales imparciales, partidos transparentes, Fuerzas Armadas subordinadas al mando civil. Segundo, renovar la política: no basta la promesa de “romper todo” ni el grito del “orden a cualquier precio”. Finalmente, recuperar la confianza: sin ella, ninguna reforma tendrá raíces.
La pregunta que hoy debe hacerse Chile es simple y urgente: ¿preferimos un Estado en ruinas o un Estado reformado que merezca confianza? Si seguimos sin responderla, los populismos y las derechas extremas tomarán el relevo de un edificio que ya no aguanta más.







