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La Tribuna de la Anto: La Garra Blanca no ama a Colo-Colo, lo usa

Anto Fuenzalida

Periodista

Colo Colo
Foto: Agencia Uno
Estamos atrapados entre la ineficiencia brutal del Estado y la brutalidad eficiente de los barristas. Y en ese baile de cobardía y violencia, ya no queda espacio para el fútbol.

Es difícil hablar de fútbol cuando hay dos hinchas muertos. 

Y la Garra Blanca se pinta de blanca paloma, víctima. Otra vez. 

A estas alturas, la violencia en el fútbol chileno ya no es un accidente: es parte del calendario. Una fecha más que se juega con piedras, fuegos artificiales y cuchillos. Y el marcador siempre es el mismo: autoridades superadas y barristas que hacen lo que quieren.

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Garra Blanca, Garra Blanca…

Desde 1990, cuando un joven llamado Danilo Rodríguez fue asesinado por llevar “la camiseta equivocada» (no la que le gusta a la Garra Blanca) las barras bravas han evolucionado desde el fanatismo ciego hacia algo mucho más peligroso: un poder paralelo. Un poder que quema estadios, hiere jugadores, suspende partidos y pone condiciones. Un poder que decide cuándo se juega, cómo se juega y si se juega.

Porque sí, hay muchas barras bravas en Chile, pero la Garra Blanca no es una más. Es el emblema del caos. El símbolo de una violencia impune, nacida en Colo-Colo hace décadas y que se fortaleció a la sombra de dirigentes cobardes, autoridades negligentes y un sistema de seguridad que hace agua por todos lados.

No hablamos de gente que ama a su club. La Garra Blanca no ama a Colo-Colo: lo usa. Lo explota. Lo toma de rehén. Lo parasita. Han convertido la violencia en una rutina rentable. Viven del chantaje, del miedo y del caos. Atraviesan ciudades como un ejército enemigo: los vecinos se encierran, los negocios bajan sus cortinas, los transportes públicos son secuestrados.

Intocables. Intocables porque a los dueños del club les incomoda enfrentarlos, porque a los políticos les complica asumir el costo, y porque los Carabineros, cuando deben actuar, lo hacen mal y apuntan contra víctimas y no contra los victimarios.

El Estado, mientras tanto, mira. A veces promete, a veces declara, pero nunca actúa con decisión. Estadio Seguro, la Ley de Violencia en los Estadios, todas esas siglas que suenan a algo, pero no hacen nada. Cambian los gobiernos, cambian los nombres, pero no cambia la realidad: nadie está dispuesto a enfrentarlos.

Y mientras unos se hacen los ciegos y otros los débiles, las barras mandan. No lo ocultan. En 2019 ordenaron suspender el campeonato. Y se suspendió. En 2020, la Garra Blanca hizo parar un partido lanzando fuegos artificiales hasta herir a un jugador de su propio equipo. Colo-Colo perdió los puntos. Nadie perdió el poder.

Y lo más brutal: lo hacen por diversión. Porque sí. Porque pueden. Porque saben que nadie va a detenerlos.

El Superclásico que se rindió ante las amenazas

El domingo estaba programado el Superclásico del fútbol chileno. El plan de seguridad ya había sido aprobado por las autoridades. A pesar de la tragedia del jueves, confirmaron que el partido se jugaría. Además, no había razones para temer a la Garra Blanca: el encuentro sería en el Estadio Nacional, solo con hinchas de Universidad de Chile.

Pero la barra brava de Colo-Colo decidió otra cosa. Lanzaron una amenaza pública: “Que ardan las calles… con odio y venganza, la Garra Blanca avanza”. Y el gobierno, en vez de enfrentar la amenaza, retrocedió. Suspendió el partido.

Y cuando suspenden el superclásico chileno, algunos deciden realizar «arengazos», quemar la camiseta de la Universidad de Chile. Pero siempre hay algo peor, a Alan Saldivia, defensor albo, no se le ocurre nada mejor que cantar «el chuncho no lo puede creer»… en el velorio de uno de los hinchas fallecidos.

Una escena que resume todo. No hay duelo, no hay respeto, no hay conciencia.

Lo más alarmante es que ya ni siquiera se trata del fútbol. A la Garra Blanca no le interesa. El fútbol es la excusa, la cobertura perfecta para legitimar su presencia. Los códigos de honor del hincha ya no existen. Los colores, la camiseta, el club: todo es secundario frente a sus propios intereses. Son más mafia que barra. Más milicia que hinchada.

Y lo peor es que esto no es nuevo. Desde hace décadas se denuncia. Desde hace décadas se promete erradicar. Desde hace décadas nos acostumbramos a que nada cambie.

Nos quedamos sin Estado, sin fútbol y sin futuro.

Porque hoy, en Chile, el fútbol no lo gobierna la ANFP, ni los clubes, ni el Ministerio del Deporte. Lo gobierna el miedo. Y ya sabemos quiénes son sus dueños.

La pregunta ya no es cómo llegamos hasta aquí. La pregunta es quién se atreve a terminar con esto. Porque una cosa está clara: el fútbol chileno está tomado. Y los dueños del miedo visten de blanco.

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