El lenguaje del desprecio: cuando la política chilena olvida el respeto, no pierden solo los insultados o los que insultan. Pierde el país.
En los últimos años, el debate político chileno, se ha visto invadido por un tono cada vez más agresivo. No se trata de diferencias ideológicas, sino de un lenguaje que busca deslegitimar al adversario mediante la ofensa.
En política, las palabras no son inocentes. Cada frase, cada adjetivo, cada calificativo lanzado al debate público tiene una intención: construir o destruir. En los últimos años, desde ciertos sectores de la derecha chilena, se ha instalado una retórica que busca más la deslegitimación del adversario que la confrontación de ideas. Y lo hace no a través de argumentos, sino del insulto.
Desde figuras parlamentarias hasta voceros de campaña, hacen uso y abuso de adjetivos despectivos contra sus contrincantes políticos o los movimientos sociales. Ellos se ha vuelto parte del repertorio discursivo de ciertos sectores, preferentemente de la derecha, que se disputa quién es más agresivo contra el gobierno.
Lo que alguna vez fueron declaraciones aisladas, hoy parecen una estrategia. La idea de “»hablar sin filtro», se presenta como virtud política, como si la franqueza justificara la falta de respeto. Detrás de esa aparente autenticidad, se esconde un método: el de reducir a la oponente a una caricatura moral, vaciando de contenido, cualquier discurso de fondo.
Algunos parlamentarios y figuras mediáticas, incluso candidatos presidenciales, han apelado al insulto para generar titulares, obtener reacciones o reforzar su vínculo con sectores más duros del electorado. Las redes sociales amplifican ese efecto: el agravio se vuelve viral, mientras la reflexión queda relegada a un segundo plano. No es casualidad que muchos de estos discursos prosperen en espacios donde la indignación rinde más que la argumentación.
«Humanoides», «parásitos«, «atorrantes» y otros irreproducibles contra adversarios de ideas, degrada tanto al que lo recibe como al agresor.
Pero el daño va más allá de la forma, del ofensor y del ofendido. Cuando el desprecio reemplaza al argumento, la política pierde su sentido más noble: el de construir en común. Las descalificaciones hacia funcionarios públicos, hacia quienes piensan distinto o hacia los partidos tradicionales, no sólo degradan el debate, sino que también erosionan la confianza de las instituciones. Él “ ellos contra nosotros», se instala como un modo de pensar el país.
La izquierda no está exenta de tales errores comunicacionales, pero la derecha chilena ha hecho del lenguaje polarizante una herramienta sistemática. En lugar de debatir ideas, muchos optan por el ataque personal o ridiculización del adversario. Se confunde firmeza con hostilidad y convicción con soberbia.
El problema no es solo moral o estético. Este tipo de lenguaje genera efectos concretos: divide, deshumaniza y desincentiva el diálogo. Cuando se caricaturiza al otro como un enemigo moralmente inferior, se elimina la posibilidad de reconocer en él a un interlocutor legítimo. En ese terreno, el acuerdo es imposible y la democracia se empobrece.
El resultado es previsible: una ciudadanía hastiada, que ya no escucha, sino que reacciona; un país dividido por etiquetas, y una democracia que se empobrece en su deliberación.
El lenguaje, decía Orwell, puede ser “un instrumento político destinado a hacer que las mentiras suenen veraces y el asesinato respetable”. En Chile, hoy no llegamos a tanto, pero hemos llegado y las palabras importan. Importan porque revelan qué tipo de país queremos ser y cómo concebimos al que piensa distinto. La derecha haría bien en recordarlo, si es que de verdad aspira a gobernar algo más que su propio resentimiento.
Volver a poner el respeto en el centro del debate, no es un gesto de corrección política: es un imperativo democrático. Porque cuando el lenguaje se desgrada, la política también lo hace. Y en ese deterioro, todos -de izquierda a derecha- terminamos perdiendo.
Chile conoció y sufrió mucho de eso. No lo volvamos a repetir.







