Fue inevitable enterarse de la exposición de Mon Laferte, desde que estaba en Matucana 100, hasta que ya, con bombos y medallas llegó a Valparaíso. Valpo se me hace familiar, cercano y reconocible porque el año pasado tuve el honor de ser la directora de la XII Bienal Internacional de Artes de Valparaíso y mediante ella, inmiscuirme a fondo en la fauna artística porteña. Junto con la exposición, y alimentando la polémica actual, estaba también la columna de Leonardo Portus, el nombramiento de Mon como embajadora cultural, y la carta de la Apech donde se denuncia un tratamiento privilegiado a la artista, asumiendo la defensa de un funcionario despedido y de artistas perjudicados por la extensión de la expo. Pero fueron los llamados y mensajes de tres amigos, los que me picaron la curiosidad por introducirme más a fondo en la polémica. Ninguno de ellos es artista visual.
Al primero, la carta de denuncia le parecía un acto vil y eso lo acentuaba indicando la presencia entre las firmas de una artista que ambos conocemos, a la que le había perdido respeto tras algunas anécdotas que contradicen su discurso, y esta carta, aseguraba, era una más de ellas. El segundo se explayaba más: se burlaba de los sonoros apellidos de siempre que se atrevían a reclamar en contra de los privilegios. Llamaba a la carta “la autofuna”, y hacía supuestos de que fuera una operación política por el control del espacio de la exposición (PCdV), o algo por ahí, propio del funcionamiento institucional de la cultura porteña. El tercero en cambio, encontraba muy legítimo el reclamo y le daba la razón a la carta.
Ya había recogido anteriormente un puñado de comentarios en todas direcciones sobre la exposición, la artista, y sus obras: que pinta feo, que yo encuentro bonito lo que hace, que los vestidos que se exhiben, incluyendo los que usó en conciertos estando super embarazada, que ya deje de creerse Violeta Parra, igualada, que le gusta la plata, que hay cuadros que yo creo que se los hicieron, que es súper autobiográfica y su biografía lo amerita, etc, etc…
Como ya había entrado en la diversión curiosa, me introduje ahora más seriamente a leer las publicaciones que ya sabía que existían: la columna de Portus, la carta denunciante y las imágenes de la exposición. Pero es cuando reviso la enorme lista de firmantes en la carta de la Apech (557, aunque hay alguno que se repite, “como en el plebiscito del 80”, me dijo el mismo que calificaba la carta de “autofuna”), que la diversión empezó a transformarse en molestia, en desconfianza, gatillando el recuerdo de varios episodios que he tenido que vivenciar durante los 30 años de trayectoria que, a mucha honra y padecer, acarreo hasta hoy. Son sólo algunos nombres los que me provocan ese malestar, pero abundan otros que considero importantes artistas, que doy fe de que su labor es honesta, tenaz, solidaria, sensible y preciosa, con los que he trabajado y sé que es nítida su genuina motivación por apoyar el buen desenvolvimiento de este difícil gremio.
Pero, en rigor, lo que nos tiene a todos escribiendo y comentando, más que la calidad de la exposición, se revuelve en torno a las palabras privilegios, mérito, arte, fondos, venta, público, estrella, fama, artistas desplazados, espectáculo, justicia y dinero.
Miles de espacios, poco público y saber cantar
La columna de Portus me parece super buena: expone bien el contexto de las artes visuales, compara las desproporciones con las otras artes (en especial y dado el caso, con la música), explica y cuestiona el cobro de la entrada, narra aspectos importantes del desarrollo que deben seguir los artistas en su carrera para ser vistos o escuchados, y cuestiona la procedencia, cauce o desembocadura de los recursos movilizados, cobrados, ganados o gastados.
Tengo, eso sí, reparos con ciertas afirmaciones: La frase “igualdad de condiciones” es difícil de ver materializada en este país respecto a un amplio conjunto de temas y, mucho más, en las artes visuales. Puedo aseverar que en las artes visuales no existe la igualdad de condiciones. También diría que son muy pocos los que están blindados frente a la crítica y, luego de todo este kilombo, Mon Laferte claramente no es un ejemplo de ello. Lo de la escasez de espacios, tampoco me convence. Espacios hay miles, lo que no hay es público. Menos aún, público conforme.
La comparación inversa, de que un artista visual quiera transformarse en una Miriam Hernández o un Julio Iglesias sería bastante plausible, si no fuera porque para transformarse en ellos habría que, al menos, cantar bien. Esto último, el virtuosismo de la técnica, es algo que en las artes visuales dejó de ser importante hace ya unos 100 años, cuando dibujar bien se diluyó sobre un inodoro puesto al revés, multiplicando los conceptos, percepciones y valorizaciones que pueda tener una imagen o un objeto, creando una distancia entre lo que se muestra y lo que se entiende o percibe, aunque ampliando así mismo sus límites. Ahora, con el reguetón y el autotune, muchos podrían decir que ahí cualquiera puede subirse a la fama, pero yo agregaría que para eso, hay que tener la virtud de conceder el ritmo que logró liberar nuestras nalgas femeninas por siglos oprimidas. Nada que se acerque al efecto del arte contemporáneo.
Entre los artistas sabemos cómo funcionan las artes visuales en Chile, aunque hay una parte ligada a un mercado millonario que, personalmente, no he terminado de comprender bien, pero que sé que no tiene que ver con cobros por entradas, ni con la retribución hacia talentos virtuosos, ni a la generación de pensamiento crítico sólido. Pero eso ya es otro largo y engorroso tema.
Escena artística caníbal y disociada
Pasando ahora al minuto en que mi diversión curiosa se transforma en molestia, esto sucede concretamente al ver algunos de los firmantes de la carta de la Apech. Un manojo de seres que gatillan recuerdos de episodios desgraciados e injustos, en asociaciones que supuestamente protegen a los artistas, y en algunas instituciones, públicas y privadas que sustentan cultura. Muchos de estos episodios si tienen que ver con privilegios. Con reales privilegios: en términos políticos, por orígenes familiares, por accesos a información, en fin, lugares que ya son comunes cuando nos ponemos a hablar de privilegios y que desembocan todos en la palabra elite, tan ligada a las artes visuales en Chile. Puedo asegurar que, conociendo de cerca esos contrastes, la exposición de Mon Laferte no alcanza a ser un emblema de la injusticia. Ni cerca. No nos veamos la suerte entre gitanas, no nos apaguemos la tele entre conserjes.
Lamentablemente, algunos colegas artistas, con y sin privilegios, tienden a reproducir y normalizar las conductas preocupantes que enlodan al gremio.
Siendo directora de la Bienal de Valparaíso, tuve la triste experiencia de recibir correos y mensajes de artistas queriendo perjudicar a otros de contextura similar, incluso cercanos entre sí, sin ninguna vergüenza ni culpa. Tuve que tener ojos en la espalda para frenar gastos groseros de dineros públicos en tareas absolutamente innecesarias y muy sospechosas (“la bolsa de clavos más cara del mundo”, “el montaje imaginario”, son algunos de los nombres que les inventamos con el equipo). Así mismo, tuve que bancarme un episodio bastante parecido a este de la Mon, también con un músico que quiso hacer arte visual, y que también se comió harta plata, pero éste en cambio tenía menos fama y mucha más onda, por lo que fue perdonado y gozado.
Y nombro al último (y este es el que me duele más) un episodio previo a la Bienal, de hace ya unos 4 años, referente a una intervención pública permanente de gran escala, pero que no relataré aquí porque es una historia larga, muy triste y muy fome. Y porque no quiero utilizar para arruinarle la tarde a nadie, ni reproducir parte de lo que condeno de la carta de la Apech, funando a mis colegas. Pero los que me conocen, o quienes estuvieron implicados, para bien o para mal, sabrán de qué estoy hablando al decir “Libélula”, que ya tendrá la oportunidad de presentarse y perturbar con su zumbido.
En cambio, si puedo dar una anécdota que nos puede dibujar mejor esta indigencia moral que, lamentablemente, muchos artistas ya nos hemos resignado a soportar:
Tuve la preciosa oportunidad de compartir con el mismísimo Mario Irarrázaval en un almuerzo al que lo invitamos en el contexto de la Bienal. Dado que me narró algunas experiencias suyas con las esculturas públicas de gran envergadura que ha hecho, me sentí con la confianza de compartirle la historia de la libélula. Me escuchó atento y con cierta aflicción, entendiendo perfectamente la sustancia ingrata de la historia, frente a lo que me expresó: “Mira Valeria, cuando te pase algo así por tercera vez, ya no te va a importar”. Triste vaticinio desde su propia experiencia.
El gremio de las artes visuales no es buena onda, no es solidario, no es equitativo, no es sensible como obligadamente debiera ser cada artista; es tremendamente envidioso y todo lo anterior lo hace ser, inevitablemente, muy poco serio. Los problemas de injusticias, desplazamientos, mercado grosero, etc, no están depositados en esta exposición. Las historias son más. Son peores.
Poner a Mon Laferte como el blanco culpable de la precarización de los artistas me parece una osadía de mucho cuidado.
Doy fe de artistas que sí hacen su trabajo a conciencia, con calidad, talento, inteligencia, y que incluso hay algunos simpáticos. En esta ocasión tuve que poner la parte amarga. Sin duda hay trabajos que inspiran, y educadores que si logran hacer de las artes un instrumento de transformación. Esta vez reconozco que he debido hablar en parte desde la herida, pero también en defensa de, más que Mon Laferte (que ya nos ha dejado muy en claro que ha sabido defenderse sola) un público numeroso que ha asistido y gozado la exposición. Ese público existe, tiene una motivación genuina en conocer la obra visual de una artista que admiran y respetan y que nos obligan a los profesionales de las artes a ser responsables planteándonos preguntas como las siguientes:
¿Cómo percibimos las exposiciones de arte? ¿qué elementos son los que realmente inspiran a una audiencia? ¿cuáles nos representan o identifican? ¿Cuál fue la última exposición importante a la que usted fue? ¿Cuál fue la última que le gustó? ¿Como mejoran las sociedades las artes visuales? ¿Somos parte de ese objetivo de manera clara?
¿Es realmente el cobro de entrada o el cambio de programación lo que molesta tanto de esta exposición? ¿Quiénes son los artistas visuales desplazados en la programación y por qué no son ellos mismos la cabeza del reclamo?
¿Quiénes son los espectadores del arte que hacemos? ¿Quiénes los consumidores? ¿por qué? ¿Bajo qué criterios podemos hacer del arte una actividad sustentable y efectiva?
Las respuestas que vayamos recogiendo nos dejarán mejor vestidos al exigir “transparencia, respeto y dignidad para quienes hacemos del arte nuestra vida y nuestra lucha”.