El destartalado taxi que habíamos tomado en Alameda con Lastarria, en la entrada del comando presidencial de Patricio Aylwin, nos llevó hasta la puerta principal del palacio de La Moneda. Iban a dar las tres de la tarde del 8 de marzo de 1990, acudíamos a una reunión con el subsecretario del Interior del aún gobierno del general Pinochet, Gonzalo García Balmaceda. Me acompañaban el abogado Héctor Muñoz, quien sería mi jefe de Gabinete, y la periodista Ximena Gattas, futura jefa de Prensa.
Al bajarnos, al taxi se le detuvo el motor. En sus esfuerzos por arrancar, el fuerte y bullicioso ronquido que emitía parecía anunciar un estallido. Con este ruido de fondo nos encaminábamos a la entrada por calle Moneda. Además de los dos guardias de carabineros de rigor, había al menos tres carabineros que miraban con desconfianza los esfuerzos del taxista y, con mayor preocupación aún, nuestro intento de ingresar. Fuimos detenidos en el umbral de la puerta.
—¿Adónde van? —me preguntó secamente un cabo de guardia.
—Vamos a la oficina del subsecretario del Interior —contesté amablemente —. Tenemos una reunión con él.
—Nombres y cédula de identidad —inquirió nuevamente el carabinero.
Le di nuestros nombres y le hice entrega de los tres documentos solicitados. Entró a la oficina y salió a los pocos minutos. Miré hacia la calle: el taxi seguía rugiendo, sin arrancar.
—No están registrados. Así que, retírense. No pueden entrar —dijo el carabinero.
—Por favor —respondí, conservando un tono amable, pero firme—, debemos entrar y tener esa reunión con el señor Gonzalo García: a contar de mañana yo seré el subsecretario del Interior.
El uniformado emitió una exclamación de duda e incertidumbre y al ver que no nos movíamos y se mantenía nuestra disposición a entrar, llamó a un oficial.
Se repitieron más o menos las mismas preguntas y respuestas y el oficial entró nuevamente a la oficina. A los cinco minutos estaba en la puerta el propio Gonzalo García invitándonos a pasar a la Moneda. Miré hacia la calle: finalmente el taxi se había ido.
Habíamos esperado diecisiete años para retornar a La Moneda, demorarnos quince minutos más carecía de importancia.
En el patio de Los Cañones se apostaban tres o cuatro grupos de posibles funcionarios de gobierno. Nos miraron con visible curiosidad y no era para menos: asistían al comienzo del mismo cambio que yo vislumbraba, aunque en el caso de ellos lo hacían desde un cristal diferente, desde la otra vereda. Durante los últimos días había tenido largas conversaciones con el presidente electo Patricio Aylwin y con Enrique Krauss, futuro ministro del Interior. Don Patricio me instruyó y aconsejó largamente, porque consideraba que la misión que yo debía cumplir era de vital importancia política. Mi gestión de coordinación en el traspaso de mando era la avanzada de los sueños, anhelos y desvelos de millones de chilenos. Era el inicio de un momento cumbre que se producía gracias a la voluntad y el arrojo de miles de compatriotas, muchos muertos, torturados, desaparecidos, presos aún, exiliados, relegados, ofendidos en su dignidad y destrozadas sus familias. Eran ellos los que ingresaban a La Moneda.
La instrucción era comportarse como un demócrata, con la serenidad, el respeto y la firmeza que la situación requería. Sentí una responsabilidad que no había tenido jamás en mi vida y pienso que no volveré a tener. Debía responder a la altura de la misión encomendada por el presidente Aylwin, quien representaba al país y la democracia. Estaba en La Moneda, sede de la dictadura militar, y luego estaría con la persona que encarnaba todo aquello que no nos gustaba y contra lo cual había luchado. Sin embargo, me controlé, no surgió en mí ninguna violencia interior: iba preparado para representar al pueblo. Soy cristiano e invoqué a Dios. Entonces me sentí más relajado y tranquilo, porque sabía de dónde provenía y hacia dónde tenía que ir. Conocía el camino y eso me dio seguridad.
La misión que se me había encomendado era iniciar esa tarde la coordinación del traspaso de mando, de acuerdo con los protocolos que dicta la Constitución. Como nuevo subsecretario, debía confirmar la renuncia de todos los ministros y subsecretarios anteriores y, después, preparar el juramento a todos los ministros, comenzando por Enrique Krauss. Con este objetivo tuve una larga reunión con Gonzalo García, al cual conocía socialmente desde hacía muchos años. Primero fuimos a saludar al ministro del Interior, Carlos Cáceres, con quien había coincidido en almuerzos en algunas embajadas y al cual yo debería reemplazar por algunas horas, desde su renuncia hasta el juramento de Krauss.
Carlos Cáceres y Gonzalo García fueron, en todo momento, amables y deferentes. Cáceres me informó que al día siguiente yo asumiría mi cargo de subsecretario a las ocho de la mañana, en su oficina, y que Gonzalo García me haría entrega esa tarde de los documentos e informaciones necesarias para cumplir mis nuevas funciones.
Agregó que en media hora más deberíamos subir a la oficina del presidente Pinochet —título que yo no discutiría, por cierto—, ya que debía conocer al nuevo subsecretario del Interior. Si bien es cierto yo lo sería de don Patricio Aylwin, por efectos legales y administrativos el decreto estaba firmado desde el 13 de febrero, día en que don Patricio resolvió que sería yo quien asumiría el 9 de marzo. “Por lo tanto”, me dijo riendo Carlos Cáceres, “el presidente Augusto Pinochet será tu jefe por dos días y algunas horas”. Gonzalo García también celebró el comentario del ministro y yo, abandonando la cara inescrutable que trataba de mantener, también reí junto a ellos. Sin embargo, pensaba que el nombramiento se hacía por decisión del presidente electo Patricio Aylwin y que yo era el primer funcionario de la democracia, después de 17 años de draconiana dictadura. Esto último, por supuesto, me lo callé.
Subimos a la sala de reuniones. No la conocía. Tampoco el resto del remodelado palacio, víctima del bombardeo de los aviones caza Hawker Hunter de la FACh el 11 de septiembre de 1973, con el presidente Allende en su interior.

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