La muerte del obrero coronelino sacudió la conciencia de todo Chile, desnudó el drama de las detenciones secretas y torturas.
El caso de Sebastián Acevedo es algo más que un recuerdo trágico del Chile bajo dictadura. Es una acción que pude entender en toda su brutal dimensión sólo cuando fui padre. Lo que él sentía lo llevó a preguntar en comisarías, hospitales e iglesias, no logrando ninguna respuesta.
Es la desesperación de quien golpeó muchas puertas y que necesitaba ser escuchado. “¡Que la CNI devuelva a mis hijos!” fue su último grito desgarrador en el atrio de la Catedral penquista. Después de eso se convirtió en una pira humana que intentó caminar hacia la pileta de la plaza de la Independencia.
En una conversación que pude tener muchos años después con el médico que lo recibió en la urgencia del hospital regional de Concepción, Mariano Ruiz Esquide Jara, me dijo que todos quedaron impactados, que sólo lograron aplacar un poco su dolor y rezar antes de que muriera un día 11 de noviembre de 1983 a los 50 años, tras la extremaunción que le dio el sacerdote Enrique Moreno Laval.
Su hija, Erika Acevedo, señaló: “La inmolación de Sebastián sacudió la conciencia de todo Chile, desnudó el drama de las detenciones secretas y torturas. El impacto de esta acción fue tal que la dictadura se vio obligada a reconocer la detención de Galo y María Candelaria, para días más tarde dejarlos en libertad”.
Pero dejemos hablar al gran Gonzalo Rojas:
“Sólo veo al inmolado de Concepción que hizo humo
de su carne y ardió por Chile entero en las gradas
de la Catedral frente a la tropa sin
pestañear, sin llorar, encendido y
estallado por un grisú que no es de este mundo: sólo
veo al inmolado.
Sólo veo ahí llamear a Acevedo
por nosotros con decisión de varón, estricto
y justiciero, pino y
adobe, alumbrando el vuelo
de los desaparecidos a todo lo
aullante de la costa: sólo veo al inmolado.
Sólo veo la bandera alba de su camisa
arder hasta enrojecer las cuatro puntas
de la plaza, sólo a los tilos por
su ánima veo llorar un
nitrógeno áspero pidiendo a gritos al
cielo el rehallazgo de un toqui
que nos saque de esto: sólo veo al inmolado.
Sólo al Biobío hondo, padre de las aguas, veo velar
al muerto: curandero
de nuestras heridas desde Arauco
a hoy, casi inmóvil en
su letargo ronco y
sagrado como el rehue, acarrear
las mutilaciones del remolino
de arena y sangre con cadáveres al
fondo, vaticinar
la resurrección: sólo veo al inmolado.
Sólo la mancha veo del amor que
nadie nunca podrá arrancar del cemento, lávenla o
no con aguarrás o soda
cáustica, escobíllenla
con puntas de acero, líjenla
con uñas y balas, despíntenla, desmiéntanla
por todas las pantallas de
la mentira de norte a sur: sólo veo al inmolado”.