Entrevistas y Reportajes

Animitas: espíritus en el camino

María Fernanda Pavez-Báez, Periodista

Crédito Claudio Núñez Santiago, Chile - Animita_en_Santuario_de_San_Sebastián,_Yumbel_(Chile)
Al borde del asfalto, al costado de la ruta, calle o pleno camino rural, hay tantos relatos como favores atribuidos a seres de origen mundano que se resisten a ser olvidados.  Peticiones que oscilan entre ayuda para encontrar trabajo, sanar una enfermedad, éxito en el amor o simplemente protección.

Son pequeños altares rodeados de flores plásticas, remolinos y velas. Varios de ellos con una placa o grabado que alude a un favor concedido. Recuerdos que son parte de la cultura popular, una que deambula entre lo profano y lo sacro. Símbolos tangibles con una carga histórica, y sobre todo, una invaluable muestra de fe. Las animitas.

Se conocen como altares que se levantan en lugares marcados por una muerte trágica donde se recuerda a las personas fallecidas y que, por algún motivo a muchos de ellos, se les atribuye una “ayuda divina”. Estructuras repletas de simbolismos que permanecen el tiempo y se transforman en una poderosa fuente de esperanza.

Varios de estos íconos del folclore chileno son ampliamente reconocidos y venerados a lo largo del país. Romualdito, la Niña hermosa y la animita de Los Cuatro Carabineros, son solo algunos insignes ejemplos, pero también hay otras cuyas memorias no han sido tan masivas, pero no por ello menos transcendentes.

Al borde del asfalto, al costado de la ruta, calle o pleno camino rural, hay tantos relatos como favores atribuidos a seres de origen mundano que se resisten a ser olvidados.  Peticiones que oscilan entre ayuda para encontrar trabajo, sanar una enfermedad, éxito en el amor o simplemente protección. Sin embargo, hay solicitudes que escapan de las cotidianas, lo que demuestra que la fe no es excluyente ni tiene límites.

Salud por el triunfo conseguido

En la ciudad de Los Ángeles, en medio de un camino rural hay una animita que no pasa desapercibida. Además de flores, adornos, dibujos, fotos y banderas, esta llama la atención de los lugareños y todos quienes pasan frente a ella. Frecuentemente, llegan grupos de personas que se sientan alrededor escuchando música con un volumen considerable. Rancheras se entonan como una fiesta, un momento y un espacio para celebrar.  Al pasar por el mismo punto, se siente un inconfundible olor a alcohol. El rastro de varias latas o botellas de cerveza que empapan el borde del descanso levantado para el querido “Julito”.

Ante tan poco convencional espectáculo resulta imposible no querer saber los motivos que lo originaron. No fue fácil comenzar el diálogo con los visitantes, hasta que uno de ellos, con un tanto de recelo, y con la intención de terminar con la interrupción de su fiesta contó: “vinimos a celebrar con el guatón otro triunfo en las carreras de caballos. Para todos los encuentros importantes venimos a pedirle que nos acompañe y nos ayude a quedarnos con el premio principal”.

Así nos enteramos que, precisamente Julito era un hombre de campo fanático de estos encuentros a la chilena. Desde chico asistía a todos los eventos importantes para incentivar al corral de su grupo de amigos más cercanos. Carrerista de corazón, este joven de 26 años perdió la vida precisamente después de una fructífera jornada de apuestas.

Posterior a una gran fiesta, con varias copas de más, tomó su auto rumbo a su casa y en el camino chocó de frente con un camión. La gran velocidad con la que conducía generó un impacto certero en el que perdió la vida inmediatamente. Desde ese momento su amplio circulo cercano tomó la costumbre de encomendarse a él para conseguir el triunfo y, posterior a eso, llegar a agradecer su asistencia.

“Pasar a compartir un rato con nuestro amigo es ya un compromiso imposible de romper. Todos sabemos la pasión con la que salía a apostar por quien fuera su favorito y estamos seguros de que nos espera en todos los momentos de gloria para que celebremos con él”. Y agrega con un dejo de humor, “no podemos dejar de traerle sus cervecitas”.

Al escucharlo surge la inquietud de saber si considera que gracias a su ayuda obtuvieron el triunfo, y sin titubear responde, “No hay ninguna duda. En vida decía que su presencia en la cancha era una cábala, varias veces, entre broma y broma afirmó ‘cuando yo me muera tiene que seguir festejando conmigo, si no no van a perder´”.

“Aquí estamos y seguiremos viniendo por todos los años que Dios nos permita”, asegura.

Ya un tanto incómodo ante tanta pregunta, pone fin al diálogo asegurando, “ya, eso no mas le digo porque después nos ojean y cagamos todos”.

El concepto de ojear se origina de la creencia que se refiere al mal de ojo, lo que alude a la acción de transmitir malas energías al otro, perdiendo por esto su suerte o bienestar. Luego de eso nos despedimos y mientras nos alejamos, nuestro interlocutor se persigna mirando al suelo a modo de protección y se integra al festejo.

De santos y no tan santos

Sin duda, esta conexión entre lo visible y lo invisible fortalece la idiosincrasia nacional.

Así lo manifiesta el sociólogo, Alfredo Moreno, quien afirma. “Los protagonistas de estas creencias no cumplen con la categoría de santos, sino que se trata de almas comunes con especial conexión con el espacio mundano.  La comunidad les entrega un valor especial transformándolas en fuentes de protección y consuelo. Una fe que nace al unir el dolor y la memoria”.

Los archivos de la prensa nacional esconden narraciones que abundan en relatos que con el tiempo se tornan inconexos, pero jamás han sido puestos en duda.

Un abanico de fuentes de información que aseguran ser oficiales, pero que al unirlos resultan muy diferentes entre si. Es ahí donde se aparece el poder de la fe y la habilidad de generar una realidad construida con diferentes e incuestionables elementos.

Es en la ciudad de Calama donde nace una historia protagonizada por Irene del Carmen Urrutia, una mujer que, debido a su belleza, llamaba mucho la atención. Humilde penquista que migró a la región de Antofagasta en busca de nuevas oportunidades. Su llegada a las tierras del cobre no fue auspiciosa para la joven, razón por lo que se insertó en el mundo de la prostitución, oficio que le permitió vivir sin grandes carencias económicas.

En 1960 era reconocida como la trabajadora más codiciada, no tan solo por sus atributos físicos, sino también por su espíritu libre y un toque de misterio que la hacía diferente entre sus pares.

Clientes con gran poder económico ofrecían sacarla de ese entorno, pero Irene no se dejó llevar por la ambición y nunca se le vinculó sentimentalmente con nadie, hasta que conoció a Orlando Álvarez, un minero del que se enamoró perdidamente, pero sin dejar de lado su esencia ni independencia.

Paralela a una vida que pululaba entre la lujuria y lo prohibido, la joven dedicaba gran parte de su tiempo a ayudar a los necesitados, la población más pobre y abandonada de Calama.

Entre los anales de la época se cuenta que todo cambió en agosto de 1969, cuando debido a una explosión en Chuquicamata su verdadero amor perdió la vida. A raíz de esta muerte entró en una profunda depresión. Se culpaba de su tragedia como si fuera un castigo por su criticado estilo de vida.

Una noche sus restos fueron encontrados en un lugar llamado Punta de Rieles en el camino a Tocopilla. Un brutal ataque terminó con la vida de la joven, quien debido a las características de la agresión sólo pudo ser reconocida por sus botitas, calzado que ocupaba con frecuencia para tapar una cicatriz en uno de sus tobillos, única característica que le permitió ser identificada.

Su trágico deceso y su destacada generosidad con los más desfavorecidos fueron motivos de fuerza para empezar a venerarla y apreciarla como un alma humilde y bondadosa. Paralelamente, su historia de vida también fue fundamento de peso para crear cercanía con quienes se identificaban con la lujuria y lo no permitido, llegando a ser apodada también como “la Santa Prostituta”, un alma a la que acuden a pedir protección y asistencia muchas mujeres que viven insertas en la tentación y lo prohibido.

Vigilante nocturna

De pequeñas historias surgen sorprendentes leyendas. Narraciones que van creciendo y fortaleciéndose con teorías sorprendentes. Hay algunas que se originaron por un rumor o la experiencia contada por transeúntes que, producto del alcohol tejieron teorías reforzadas sólo por su imaginación.

A partir de ahora, advertimos que este reportaje dejará en evidencia una historia que resulta ser un hecho con un tinte de gracioso e insospechado, supuestos que se han sostenido con los años, sin que quienes lo protagonizaron hayan querido aclarar, pues su construcción generó tal revuelo que, en la actualidad generaría la dolorosa decepción en quienes han depositado su fe en ella.

Para no generar ese indeseado desenlace, no se dará a conocer el origen exacto de esta historia y nos limitaremos a tomar sólo la información más significativa de sus comienzos.

En un pequeño pueblo del país existe una animita muy humilde y discreta instalada en medio de un angosto bandejón. Es la simbólica casita que se construyó por lugareños en honor a una religiosa que, casi al llegar la madrugada se aparecía para recorrer de esquina a esquina la calle que conduce a un espacio bohemio de la ciudad. Su presencia sorprendía a quienes iban de regreso a sus casas luego de una noche de fiesta.

Los apodados “curaditos del barrio” la veían con frecuencia. Al principio con temor, hasta que se originó la teoría que esa menuda religiosa vestida del impoluto hábito blanco era el alma de una “monjita” que se hacía presente en el lugar para cuidar a quienes arriesgaban su vida transitando de noche, después de intensas salidas nocturnas. Era la que cuidaba a borrachos y jóvenes amantes del descontrol. Fueron muchas las hipótesis de esa visión sagrada, hasta que, juntando todos los antecedentes se llegó a la conclusión que se trataba del alma de una madre que fue atropellada por un conductor borracho cuando iba camino a su hogar. A raíz de eso el espíritu de la mujer quedó ahí para cuidar de quienes transitan al aproximarse la madrugada, pues su asistencia permitiría velar por el regreso “sin novedad” de los transeúntes. Esas aseveraciones incentivaron a sus creyentes a construir una humilde animita a la que todo aquel amante de la bohemia se encomienda para regresar sanos y salvos a su destino.

Lo que jamás se imaginaron es que aquella monjita sí estaba viva, y efectivamente, salía a vigilar de esquina a esquina en lugar en la madrugada. La realidad es que la mujer viajaba casi todos los fines de semana junto a su sobrina para visitar a familiares en un pueblo lejano a Santiago.

Su sobrina, quien no superaba los 20 años, aprovechaba esas salidas para acudir con amigos a discotecas o centros nocturnos. Panorama impostergable en todos sus viajes. Preocupada por asegurarse del regreso de la joven al hogar familiar, la religiosa salía a esperar a la joven en la puerta, ya que solo así podía quedarse totalmente dormida al tener la certeza que “su niña” había vuelto sin novedad.

 

 

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