Violeta: un recuerdo presente que cada día atesoro más Por Tebni Pino Saavedra
Debe haber sido allá por la década de los 60 cuando apareció por la oficina de mi padre a consultarle algo que nunca supe. Lo cierto es que se quedó hasta pasada la hora de onces luego de compartir también el almuerzo.
Su rostro me parecía el de alguna tía algo mayor que mi padre, pero su voz pausada y segura obligaba a escucharla con atención.
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“He recorrido casi todo el país con mis trochas y mi guitarra al hombro porque hay mucho que descubrir”, creo que fueron sus palabras antes de decir adiós.
Y Doñihue no habían sido la excepción. Por lo que supimos, Violeta había estado hospedado en la Rinconada, donde una amiga que le fuera presentada hacía poco tiempo. Doña María Cachi, creo que era su apodo y que según sus conocidos se apellidaba Carrera.
Sin embargo tendrían que pasar muchos años antes de darme cuenta de la importancia de aquella mujer.
Específicamente el año 1963, en los albores de la FISA, Violeta Parra arrendó un espacio que transformó en ramada hasta donde cantarían sus amigos y amigas artistas. Pero lo que me llamó la atención cuando vi colgado un cartel que anunciaba su conocida “peña” fueron unos ladrillos en las afueras del recinto de madera, colocados estratégicamente para que incluso personas de baja estatura pudieran observar desde lo alto las presentaciones.
“Entren, chiquillos, ¿De dónde vienen?” Expliqué que éramos alumnos del Liceo de Rancagua y me dio la impresión que sus ojos le brillaron pues inmediatamente preguntó si alguno de nosotros conocía o era de Doñihue. Respondí que si y le recordé a doña María Cachi y a mi padre. No los había olvidado.
“Pero por qué los ladrillos?” pregunté y su respuesta la mostró en toda su dimensión: “Hay gente que no tiene plata para pagar la entrada y los ladrillos, aunque incómodos, les permiten ver el programa”
Esa es la Violeta que recuerdo. Simple, cercana, humana, solidaria, amiga