El centro político… ¿la pausa antes del olvido?
Observé con atención el proceso de primarias del oficialismo que culminó este domingo 29 de junio y el comportamiento de los distintos sectores, incómodos la mayoría con el tono de una confrontación que se agudizó visibilizando las naturales e históricas fracturas de la alianza de Gobierno.
También, vi cómo otros, se mantuvieron críticos o al margen desde espacios autodefinidos como “de centro”, muchos de ellos herederos de la transición democrática chilena.
Lo que antes articulaba gobernabilidad con relatos ideológicos de sentido, ahora parece transitar huérfano, sin brújula ni referentes claros, en un país que desde mucho antes del estallido social ya incubaba una creciente polarización tendiente a la alternancia vacía, una que no enfrenta ideas sino que tiende a excluir a priori a todo lo que percibe como adversario, o como distinto, que opera en el corto plazo.
En ese contexto, la pregunta es inevitable… ¿Qué significa hoy ser de centro?
No basta decir que es moderación entre polos, porque los polos actuales ya no representan necesariamente ideologías coherentes, sino muchas veces resabios emocionales, identitarios o nostálgicos de referencias que ya no refieren. Ser de centro no puede seguir siendo definido solo por exclusión (ni izquierda ni derecha) ni por una vaga apelación a la “sensatez”. Eso implica asumir que los extremos son irracionales o violentos, lo que no siempre es justo ni cierto.
El centro, en cambio, creo debería entenderse como un espacio de mediación estratégica, no de neutralidad; como un territorio de síntesis donde conviven tensiones necesarias: entre libertad y equidad, entre identidad y pluralismo, entre mercado y corrección pública.
Es, además, una zona de ubicuidad dinámica, que reconoce que las coordenadas políticas se reconfiguran históricamente: lo que hoy llamamos centro, fue derecha en los 80 y en parte izquierda en los 60. Es decir, ser actor partícipe que reduzca incertidumbres.
Bien entendido, el centro no debería catalogarse como tibieza, sino más bien como una praxis de discernimiento conflictivo, sin dogmas preestablecidos. Una política que no niega el conflicto, sino que busca canalizarlo de forma legítima. Políticamente, el centro tiene un rol estructural: puede funcionar como pivote, como árbitro o contrapeso en momentos donde las mayorías son frágiles y los programas escasos.
Tiene poder de veto por su capacidad de inclinar la balanza en elecciones, negociaciones parlamentarias o reformas estructurales. Pero cuando su existencia se reduce a una táctica electoral, sin densidad doctrinaria ni articulación social, su influencia se vuelve hueca.
Hoy en Chile el centro no representa una clase social definida, sino una sensibilidad institucionalista, muchas veces fatigada por la confrontación moralizante de los extremos.
Pero esa misma incomodidad con el ruido puede transformarse en irrelevancia, si no redefine sus términos ni confronta a sus adversarios con claridad y eficacia.
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En su dimensión ideológica, el centro chileno parece erosionado. Alguna vez estuvo representado por el humanismo cristiano, el liberalismo político o la socialdemocracia moderada. Apostó por acuerdos de largo plazo, por el gradualismo y por una épica republicana que ayudó a cerrar la dictadura y abrir la democracia. Pero ese modelo -el de la post-Transición y la Concertación- entró en crisis y ya no interpela a las nuevas generaciones; solo descansa en una especie de irrelevancia culturosa y nostálgica carente
de relato.
Lo que hoy se proyecta como “centro” suele ser confundido con tecnocracia. Y esa tecnocracia, lejos de conectar con la ciudadanía, se muestra como un pontificado de élites exitosas que se hablan entre sí, sin herramientas reales de articulación social directa. En nombre de lo sensato, se termina marginando la emocionalidad, como si esta no tuviera legitimidad política. Pero la tiene en forma estratégica. Y más aún en tiempos donde el vínculo afectivo y la experiencia compartida son claves para construir comunidad.
Hoy el panorama político chileno tiende a la polarización emocional populista: una izquierda fragmentada que ofrece un progresismo moral más que estructural (con metas sin plazos), y una derecha que oscila entre un neoliberalismo replegado y pulsiones autoritarias ancladas en el sentido común popular, a riesgo de fantasear con restauraciones fracasadas.
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Ese entorno abre un espacio posible para el centro, pero solo si logra reconfigurar su función: puede ser un refugio de institucionalidad, sí, pero no como vitrina decorativa. Puede dialogar con el sentido común, pero no para edulcorar la política, sino para ofrecer gobernabilidad con sentido y realidad.
El riesgo es alto. Si el centro sobrevive solo como antipopulismo narrativo, sin proyecto estructural ni visión ética compartida, seguirá desplazado por figuras más audaces, más emocionales, o simplemente más capaces de conectar con un deseo de cambio. Si no ofrece reformas con justicia y coherencia, será irrelevante para quienes buscan sentido, no solo orden.
¿Se puede ser de centro sin ser vacío? Sí, siempre que el centro deje de definirse por lo que evita, y empiece a proyectarse por lo que propone, reconstruyendo un relato con contenido histórico, afectivo y ético, no solo con marcas institucionales del pasado y se haga cargo de sus acciones. Ser de centro hoy, creo, significa sostener un discurso moderno -no nostálgico- sobre lo común, el pluralismo, la reforma y el sentido de realidad.
A la gente ya no basta con decirle “ni lo uno ni lo otro” si no se está dispuesto a decir qué sí, qué no y para quién. Porque la moderación moralizante, sin horizonte ni acción, es solo una pausa antes del olvido.